Imagino que os habrá extrañado el título de hoy. Y sí, quizá es un poco extraño. Lo es, al menos, si no se conoce la historia de la que voy a hablar a continuación. Si alguno de mis lectores vivió o veraneó en Collado Villalba hace ya algún tiempo, allá por los años 80, y quizá antes, quizá al leer el siguiente relato se le escape una sonrisa. Y entenderá perfectamente qué tiene que ver lo escrito con la belleza. Pero los que no vivieron aquellos años del antes pueblo, ahora casi un barrio más de Madrid... también podrán esbozar una sonrisa, simplemente imaginando tan entrañables escenas. Mucho han cambiado las cosas desde entonces. Pero siempre podemos volver a recordar tiempos pasados, que no tienen por qué ser siempre mejores que los de hoy (tenían cosas mejores y otras peores), pero que, de vez en cuando, viene bien traer al recuerdo para endulzar un poco nuestra memoria. Sin más, os dejo con el frutero Sebastián y la mula Cayetana. Recuerdos de mi infancia -feliz infancia- que me hace ilusión compartir con vosotros.
Todos los días venía, normalmente a la hora de comer –aunque a veces se retrasaba y llegaba en plena comida, y mi madre y mi abuela le maldecían, ¡este Sebastián, vaya horas!- con su mula Cayetana tirando de aquel carro repleto de frutas y verduras. Hacía notar su llegada con una voz grave, profunda y gutural, ¡¡Fruterooo!!, que ríanse ustedes del famoso alarido de Tarzán, tan popular por aquella época, puntual los sábados después de comer, en blanco y negro y en la primera cadena, cuando solo había dos cadenas de televisión.
Ya mucho antes de que el frutero Sebastián y su mula llegaran hasta la puerta de casa se le podía oír en la lejanía, tal era la potencia de voz de aquel hombre, y entonces salíamos corriendo a la calle a esperar la llegada de la singular pareja. Sin duda era uno de los mejores momentos del día. El mayor atractivo era Cayetana, paciente ella, siempre tirando del carro, con sus anteojeras para no desviarse del camino, que parecía que no tenía ojos; y sus moscas, porque ya formaban parte de ella, aunque trataba de espantarlas con el rabo, y ellas debían estar ya acostumbradas, y persistentemente revoloteaban sobre su lomo y en torno a sus ojos, se posaban, levantaban el vuelo y se volvían a posar, y el paciente animal, rabo va rabo viene, una y otra vez, sin cansarse y sin desesperar, como si de un automatismo se tratase, aunque ya las moscas ni se asustaban, creo yo.
Acariciábamos a la mula, a pesar de su suciedad y lo áspero de su pelo, y le decíamos cosas, y ella nos escuchaba, y de vez en cuando movía la cabeza como en señal de aprobación. Y de mayores queríamos ser fruteros, para ir tirando de una mula que tiraba de un carro, como Sebastián.
Pero no solo nos llamaba la atención Cayetana. También el peculiar frutero tenía su atractivo, con su sombrero de paja medio roto, su piel curtida por el sol y por los años, y sus andares de vaquero a lo John Wayne en aquellas películas del oeste, que no nos perdíamos ni una, los sábados después de comer, alternando con las de Tarzán, que por temporadas ponían las del oeste y por temporadas las de Tarzán.
Y el grito. Aquel ¡¡Fruteroo!! era lo mejor. Siempre tratando de imitarlo, aun sabiendo que era totalmente imposible, porque esa profundidad de voz solo la tenía Sebastián, y ni he oído ni volveré a oír, seguro, algo ni siquiera parecido.
Y también llamaba poderosamente nuestra atención la balanza de Sebastián. Una balanza romana, aunque entonces no sabíamos que era romana, pero sí que era antigua, una balanza de las de verdad, no como las de ahora, con sus pesas y su color ocre como oxidado por el tiempo y por el uso, y ese ruido tan característico que hacía cuando Sebastián ponía la fruta en el plato y luego lo colgaba del gancho de la balanza, y corría hacia abajo, y entonces la aguja marcaba el peso, y así Sebastián sabía lo que le tenía que cobrar a mi abuela, y nosotros no entendíamos como podía saberlo, y pensábamos que se lo inventaba o que ya lo sabía de memoria, y que lo de la balanza no era más que una especie de juego o un ritual para darle interés al asunto, pero a nosotros nos fascinaba aquella balanza.
Y cuando Sebastián terminaba de vender la fruta a la abuela y a las demás señoras que salían a comprar, continuaba su camino tirando del carro, paso a paso, bajo un sol abrasador que en aquellos días de julio y agosto, en plena canícula, derretía el asfalto, y más a aquellas horas de la tarde. Aunque en la colonia aún no había asfalto. Eso llegó –por desgracia llegó- algunos años más tarde. Las calles entonces eran de tierra, y por ellas corríamos con las bicis emulando a Pancho, a Javi, a Quique, a Tito y a Piraña, a Bea y a Desi, en busca de Julia y Chanquete, jugando a “Verano Azul”, que era lo que ponían en la tele en verano después de comer, en lugar de las películas del oeste y de Tarzán, que las dejaban para el invierno. Y nos caíamos, y nos hacíamos unas heridas tremendas, pero tras unos sollozos, un poco de mercromina y un “los hombres no lloran” volvíamos de nuevo a la calle a perseguirnos unos a otros a la velocidad del rayo. Pero eso era más tarde, después de la siesta, siesta obligada que nunca dormíamos, provocando las iras de nuestros mayores que no veían la manera de librarse de nosotros en aquellas tórridas horas de la sobremesa veraniega.
Y Sebastián seguía su camino por las calles de Villalba hasta llegar a la estación, que una vez le vi por allí, y me quedé sorprendidísimo, porque la estación estaba muy lejos de casa y yo no comprendía como podía llegar hasta allí andando y tirando de la mula y del carro de la fruta. Y es que todavía en Villalba se podía ir por sus calles tirando de una mula y de un carro, porque ahora sería algo impensable. Cómo ha cambiado aquel pueblo, tan agradable entonces, tan habitable, tan paseable, tan… ¡pueblo!, y qué hostil ahora, tan lleno de coches, tan embotellado, tan contaminado, tan invadido de asfalto por todos sus rincones, sin un solo espacio donde caerse con la bici y volverse a levantar casi como si nada.
Aunque no creo que Sebastián viviera esos cambios tan drásticos de nuestro tan querido Villalba. Ya un verano apareció sin carro y sin mula, y los había sustituido por una furgoneta. ¡Qué desilusión! Ya solo quedaba la balanza, pero sin Cayetana nada era lo mismo. La balanza no tenía ningún atractivo por sí misma. La verdadera atracción de aquellas tardes de verano era Cayetana, y cuando ella dejó de traer la fruta, fue como si algo muriera dentro de mí. Ya no volví a salir con mi abuela a comprar la fruta, salvo alguna vez para ayudarle a llevar las bolsas. Y ya no oí más el melodioso grito de Sebastián -¡¡Fruterooo!!-, que fue sustituido por el chirriante y estridente sonido de la bocina de la furgoneta. Desde ese verano todo empezó a cambiar. Había llegado el progreso, con su látigo implacable, a destruir nuestros sueños de niños. Poco a poco Villalba fue cambiando hasta dejar de ser lo que fue. Y aunque no hubiera cambiado, Villalba, sin el frutero Sebastián y su mula Cayetana, ya nunca hubiera sido lo mismo.
Pese a todo, aquel grito -¡¡Fruterooo!!- permanecerá siempre en mi memoria, ajeno al inexorable avance del progreso.
A partir de ahora me puedes seguir en mi nuevo espacio, www.elsuenodelheroe.com ¡Allí te espero!
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