domingo, abril 20, 2014

PERSEGUIR LOS SUEÑOS


Tengo un recuerdo de infancia, un recuerdo de esos que quedan indelebles en la memoria, pero que son muy vagos, muy difusos. Debía de ser yo muy pequeño, de ahí que dicho recuerdo sea como una nebulosa. Había una vaca que echaba humo por la nariz (evidentemente, eso era lo que yo veía con mis ojos de niño; no hace falta decir que las vacas no echan humo por "la nariz", sino que sería más bien el vaho por la diferencia de temperatura entre el ambiente y la superficie del animal), había también un olor penetrante a cuadra, y había algunos conejos. Había también mucha paja. Eso es lo que recuerdo, y, como digo, de manera muy difuminada. Era en Cantabria, probablemente en Guarnizo. Esto no lo sé con seguridad, pero... si ese nombre se me quedó grabado en la memoria, por algo será. También tengo el recuerdo de haber insistido más tarde a mis padres, en diferentes ocasiones, que cuándo íbamos a ir de nuevo a ver a la vaca que echaba humo.

Hay en mi memoria otro recuerdo, este algo más reciente, pero también de mi infancia. Mi madre y mis abuelos, en verano, iban a misa diaria a una residencia de monjas. Algunas mañanas yo hacía un gran esfuerzo, me levantaba pronto y me iba con ellos. Junto a la residencia había un establecimiento donde vendían huevos. Huevos recogidos directamente de la puesta de las gallinas que en ese mismo establecimiento tenían. Recuerdo el olor, y recuerdo que mi gran ilusión era ver a las gallinas, ver cómo vivían, cómo ponían los huevos. Y como no se me permitía, me conformaba con escuchar su cacareo y aspirar su olor. Así, era feliz un ratito, mientras mi madre y mi abuela compraban los huevos.

Son recuerdos, repito, muy vagos, especialmente el primero. Pero son recuerdos que han quedado grabados profundamente en mi memoria, en lo más profundo de mi alma. Y es que desde entonces, cuando estoy en el campo, todo mi ser vibra, siento algo muy especial que no puedo describir con palabras. El campo, los animales, la Naturaleza, me hacen revivir de la misma manera que la ciudad me ahoga. Soy feliz caminando por el campo, aspirando con deleite el olor a bosta, sí, ese olor que muchos consideran desagradable y a mí me abre los pulmones y me regenera el aire podrido respirado en la ciudad. Puedo quedarme horas contemplando un rebaño de ovejas, o de cabras, o viendo a las vacas pastar libremente por los verdes prados de la sierra madrileña.

Es mi sueño, y ojalá pueda hacerlo realidad algún día, vivir en el campo, del campo y para el campo. No sé aún cómo; quizá regentando algún establecimiento rural, quizá cultivando una huerta, o quizá una mezcla de todo ello y alguna cosa más. No lo sé. Pero sueño con ello, y aunque me llamen loco, perseguiré mi sueño, ese sueño grabado desde mi más tierna infancia.

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martes, abril 08, 2014

CULTURA DEL BIENESTAR


Más de uno pensará que estoy mal de la cabeza si digo que es la cultura del bienestar uno de los peores inventos del hombre occidental, y una de las causas, probablemente la principal, del adormecimiento moral de las personas. Occidente ha inventado una cultura que invita al quietismo, a la ley del mínimo esfuerzo, a huir de todo aquello que requiere entrega, sacrificio, un mínimo de sufrimiento. Y es así como ha fabricado hombres y mujeres de plastilina, peleles fáciles de manejar, personas que salen corriendo en cuanto oyen hablar de dolor y que ni siquiera son capaces de ir andando a la vuelta de la esquina porque para todo necesitan el coche. Es así como ha fabricado lo que hace años el psiquiatra Enrique Rojas denominó "el hombre light", o lo que Ortega llamó, si mal no recuerdo, "el hombre masa", un hombre con principios de quita y pon, un hombre que cabalga a lomos del relativismo, del hedonismo, del indiferentismo, del materialismo y del más exacerbado individualismo, un hombre que se deja llevar por la corriente, por lo fácil, por lo efímero.

Este hombre, que le podemos llamar light, pero bien podríamos llamarle estúpido, se caracteriza entre otras cosas por lo mencionado más arriba, pero se le podría definir también por muchos otros comportamientos. Uno de los más característicos es que cree tener por una de sus más fieles amistades a quien realmente es uno de sus peores enemigos, la televisión. Suele ponerla en casi todas las habitaciones de su casa, incluidas las de sus hijos, que crecen maleducados, sin control ninguno, por este aparato y toda la basura que emite. Muchas cosas podríamos decir de la televisión, pero se alargaría tanto este artículo que lo dejaremos para otro.

Otra de las cosas que caracteriza a nuestro hombre masa es la queja continua. Se queja porque hace calor, pero también se queja porque hace frío; se queja porque llueve, pero también porque no llueve; se queja porque tiene hambre, pero también porque ha comido demasiado; se queja porque no tiene trabajo, pero también porque trabaja al menos doce horas al día. Se queja incluso por sus excesos, que él mismo no ha sido capaz de controlar. Se queja, se queja, se queja, y no deja de quejarse, porque no sabe hacer otra cosa, aparte de estar tumbado frente al televisor, con el cerebro desactivado y absorbiendo como por ósmosis todo lo que la caja malvada le quiera contar.



Es un hombre, como decíamos al principio, incapaz del mínimo esfuerzo, incapaz de comprometerse con nada, un hombre que entra en depresión en cuanto se tambalea un poco el edificio de ilusiones (de vanas y falsas ilusiones) que se había construido. Otra de sus características es el sentimentalismo llevado al extremo. El amor no es tal para este hombre del siglo XXI, pues en cuanto las cosas vienen mal dadas huye, sale corriendo, no es capaz (ni siquiera se lo plantea) de buscar la manera de renovar la ilusión primera, de hacer lo que tiene que hacer y poner en juego la voluntad, el esfuerzo, la reciedumbre. Son todas ellas virtudes que no existen en su pobre y tibio diccionario. Para este hombre masa sólo cabe el disfrute, no entiende de entrega ni mucho menos de sacrificio. El amor -lo que él llama amor- dura lo que dura, y cuando se termina se busca otro y todo arreglado.

No es de extrañar que, ante un panorama así, uno de los negocios más lucrativos en este mundo sea el de la pornografía. Ni los sex shops ni la prostitución entienden de crisis económica, y mientras otros negocios se derrumban o, como mínimo, se tambalean, estos ni siquiera se inmutan. Y lo mismo podemos decir del mundo de las drogas. Un mundo al que, en su degradación más absoluta, acaba acudiendo muchas veces el hijo del bienestar, hastiado de un mundo que no le satisface, hastiado incluso de sí mismo y buscando evadirse en un mundo irreal que al final acaba dejándole aún más vacío de como estaba. 

Pero de este hombre quejoso, de este hombre ya anciano a los veinte años, de este hombre blandiblú, de este no será el mundo. Pues el mundo pertenece a los valientes, a los que saben luchar por un ideal, a los que se dejan la piel por aquello que vale la pena, a los que saben amar con mayúsculas, a los que tienen opiniones firmes que no cambian con el viento y van en busca de la Verdad. Estos, que son los verdaderos hombres, son los que alcanzarán la gloria, son los que se llevarán el laurel divino. 

He resumido mucho, pues son muchos otros los males que van asociados a la cultura del bienestar. Pero tiempo tendremos de extendernos en próximos artículos, y de hablar también de las virtudes con las que hacerle frente, virtudes que no están de moda pero que son fundamentales para sobrevivir en este mundo enfangado y pestilente. Por hoy, valga esta introducción a la cultura del bienestar, origen de muchos de los males que aquejan al mundo, especialmente a Occidente.

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