lunes, septiembre 14, 2015

DISFRUTAR DEL CAMINO



El pasado fin de semana tuve la suerte de vivir un intenso y bonito fin de semana junto a mis compañeros, coaches y formadores del curso de coaching en el que me encuentro embarcado. Se trataba del fin de semana de la confianza, fin de semana en el que hemos tenido la oportunidad de tomar conciencia de lo que significa confiar en nosotros mismos y en los demás (lo primero es esencial para que se dé lo segundo; si yo no confío en mí mismo, difícilmente voy a poder confiar en los demás). Y aprovecho, una vez más, para expresar mi agradecimiento por todo lo que estoy viviendo en este curso.

Pasaron muchas cosas a lo largo de ese fin de semana, todas muy bonitas y formativas. Pero quería centrarme hoy en un ejercicio, y la reflexión a la que ese ejercicio nos llevó, que tuvo lugar el sábado por la mañana. Se trataba de un ejercicio en el que cada uno se fijaba un objetivo, y a la de una, dos y tres, se lanzaba en su busca. El resultado fue que... en cuanto escuchábamos la palabra "tres", nos lanzábamos como locos a por nuestro objetivo, cual fieras salvajes se lanzan a por su presa en mitad de la sabana. No reparábamos en si teníamos algo por delante o no, no nos deteníamos a mirar quién caminaba -más bien corría- a nuestro lado, no nos fijábamos en nada más que en nuestro objetivo. Sólo nos importaba eso, conseguir el objetivo que nos habíamos marcado.

Y esto, querido lector, ¿no te dice algo? No hay más que echar un vistazo al mundo exterior para observar un comportamiento similar al que tuvimos mis compañeros y yo en esa mañana de sábado. Es más, ni siquiera hay que mirar hacia afuera. Basta con mirar cómo nos comportamos nosotros mismos en numerosas ocasiones. Vivimos en un mundo altamente competitivo, es más, la sociedad capitalista y consumista se basa precisamente en eso, en la lucha por alcanzar un objetivo. Se basa en la competencia feroz, en la ley del más fuerte, en la búsqueda del éxito a toda costa, sin importar lo que vamos dejando en el camino. En las empresas abundan los llamados "trepas", que tratan de llegar a lo más alto aun a costa de dejar cadáveres por el camino (hablo, evidentemente, en sentido metafórico). Los objetivos personales están a menudo muy por encima del compañerismo. Y para llegar a ellos vale todo. Vale la mentira, vale la hipocresía, vale la adulación al de arriba y la humillación del de abajo, vale la calumnia para eliminar competidores, vale el soborno, el tráfico de influencias, vale cualquier cosa que pueda ayudar a conseguir el premio final. Y eso se da tanto a nivel personal como, sobre todo, a nivel empresarial. Un ejemplo claro son los Bancos. El objetivo es ganar dinero, y para ello se enfangan en todo tipo de trampas legales para saquear a los clientes (no hay más que ver las abusivas comisiones a las que nos someten) y ganar cuanto más dinero mejor. Otro ejemplo son los partidos políticos, sobre los que sobra decir nada. Y todo esto empieza en la escuela. Ya desde pequeñitos nos enseñan a competir, nos dicen que debemos luchar por ser el mejor de la clase, por conseguir las mejores notas, nos hacen ver que si no conseguimos eso nunca podremos llegar a ser felices, no podremos hacer la carrera deseada, no podremos ser buenos médicos, buenos ingenieros, buenos arquitectos. Y, curiosamente, las asignaturas que hablan de la vida, como es la Filosofía, quedan a un lado, se les quita toda su importancia, se las considera asignaturas menores.

Vivimos en un mundo tan competitivo, que, en ese afán por conquistar nuestros objetivos, se nos acaba olvidando vivir. Como nos pasaba el sábado por la mañana en el citado ejercicio, corremos enloquecidos en pos de nuestro objetivo, y no miramos a nuestro lado. No miramos, ni mucho menos conversamos, con nuestros compañeros de camino. Ni siquiera nos fijamos en ellos, no los conocemos, no nos paramos a pensar si juntos podríamos llegar más lejos. Corriendo a todo correr se nos pasa la vida, y nos perdemos las maravillas que ésta nos regalaría si nos paráramos un poco a contemplarla despacio. Nos perdemos atardeceres y amaneceres, nos perdemos la risa de un niño, nos perdemos cientos de conversaciones agradables, nos perdemos la sabia conversación de un anciano, nos perdemos el placer de caminar bajo la lluvia y el secarnos después junto al fuego charlando sin prisas con los nuestros. Y nos perdemos cientos y cientos de oportunidades de una vida mejor, que ni siquiera vemos porque estamos centrados en un objetivo que, una vez que lo alcanzamos, muchas veces ni siquiera nos satisface. Y entonces buscamos otro... y comenzamos de nuevo a correr, una vez más olvidándonos de vivir.

El silencio, la quietud, la calma, el vivir despacio, son grandes lujos que dejamos de lado y que deberíamos recuperar para lograr una vida más plena, más satisfactoria, más feliz y más auténtica. El compañerismo, el colaborar unos con otros por encima de la maldita competencia, la solidaridad, la vida en común, todas esas cosas son las que nos hacen más humanos y por tanto más felices. Y no el ganar más dinero, el llegar más lejos, el trepar más alto, que lo que nos lleva es a envejecer más rápido y a tener el corazón podrido, el alma triste y la mirada apagada y gris.

Yo propongo, como medidas para ralentizar un poquito nuestras vidas, algunas ideas: dar de vez en cuando un paseo por el campo; aprender a meditar; pasar algunos minutos a solas cada día, en silencio; reducir drásticamente el tiempo dedicado a ver TV y sustituirlo por la lectura de un buen libro y/o por la conversación pausada con la familia y los amigos; si eres jefe dentro de una empresa, dedicar tiempo a conocer a tus empleados; y si no lo eres, dedicar ese mismo tiempo a conocer a tus compañeros. Son sólo algunas ideas. Se me ocurren muchas más, pero se me ocurre también otra cosa: tú que me lees, piensa en alguna idea diferente a las que yo acabo de plasmar aquí, y déjamela en un comentario. Si todos los que me leéis lo hacéis, podemos, entre todos, terminar un bonito artículo. También te invito a compartir este artículo con familiares, amigos, compañeros de trabajo, conocidos... y así agrandar aún más el número de ideas. ¿Te animas? 

4 comentarios:

M. Pilar dijo...

Quizás sería bueno dedicsr uns noche después de cenar a charlar en familia. Al principio puede costsr pero s la larga di no se hace se echsrà de menos. Así la convivencia familiar se hará más profunfa y fácil

Carlos dijo...

Jajaja, me ha encantado Alejandro. Me voy a poner como objetivo.No poner la TV, comer saboreando cada bocado, lento, tranquilo, sin pensar que el segundo plato se enfría. Recuerdo cuando hice el camino d santiago, mis compis de viaje querían llegar al final de la etapa, en cambio, mi preferencia era disfrutar del camino, sin importar el tiempo de llegada. Fue un gran aprendizaje. Gracias por recordármelo. Un abrazo. Carlos

J dijo...

Mis hijas nos piden cenar juntos los fines de semana. Siendo tan pequeñas, a veces cuesta porque manchan, son lentas, se pelean... Pero merece la pena ese rato en familia y en el que ellas se sienten "importantes". ¡Qué sigan pidiendo cenar con sus padres durante muchos años! Un abrazo.

Elisa dijo...

Alejandro, me gusta tu sencillez y profundidad al mismo tiempo.

Pues bien...me gustaría aportar una idea para ralentizar y saborear más la vida.
Conversar con personas de zonas rurales, si pueden ser de edad avanzada, pues mejor. Sentarte con uno de ellos en la plaza del pueblo y que pase el tiempo...mucha sabiduría de la vida, mucho que aprender...!para mi gusto!

"Perder el tiempo" también es una idea que se me ocurre. Cuando muchas veces crees que estás perdiendo el tiempo hablando con alguien que te parece un pesado, o esperando en la cola del banco...observa a tu alrededor, escucha con atención, quizá no sea tanta pérdida, podría ser una ganancia....quien sabe! quizá sea bueno intentar tener una actitud de dejarse sorprender incluso en estos tiempos "muertos".

Gracias Alejandro.