Antes de nada, pido perdón a mis lectores, si es que alguno queda, por mi ausencia en estas páginas durante algo más de dos meses. Podrían esperar ustedes una razón seria que justifique dicha ausencia, pero no la van a tener. Y no la van a tener por el mero hecho de que no existe. Sí, es cierto que tengo obligaciones que cumplir. Pero no tantas como para faltar a la cita con... iba a decir con ustedes, pero... no sé si alguien me sigue esperando mis artículos en estas páginas. En cualquier caso, he faltado, durante dos meses, a la cita conmigo mismo, a la cita con la imaginación, a la cita con la perseverancia, a la cita con el trabajo constante. Todo eso, y quizá algo más, es lo que ha faltado en estos meses, y es lo que ha impedido que yo escribiera en estas páginas. Pero aquí estoy de nuevo. Y si no queda nadie que me lea, me pido perdón a mí mismo. Y sí, me perdono. Ya hemos hablado en algún artículo de la necesidad de perdonar y pedir perdón. Y si ese perdón no empieza por uno mismo, mal comienzo. Es difícil entonces, muy difícil, ser capaz de perdonar a los demás.
Pero bueno, basta ya, que como preámbulo es suficiente. Hoy quería escribir sobre un artículo que encontré hace algunas semanas, artículo que guardé en los favoritos de mi navegador. Pero, oh desgracia, cuando he ido a echar mano de él... ya no estaba. El periódico online que lo había publicado ya lo había borrado de su caché. No puedo, por tanto, dar detalles. Pero sí puedo esbozar, o al menos intentarlo, un resumen de lo que contaba aquel artículo. Y era, sencillamente, que un niño, no recuerdo la edad pero imagino que en torno a diez años, había donado a los pobres todos sus regalos de primera comunión. Sin que nadie le dijera nada, sin que nadie le conminara a ello (los adultos hablan de generosidad muchas veces, pero dudo que alguno animara a un niño de diez años a donar todos sus regalos de primera comunión). Él solo, en un heroico acto de generosidad, decidió prescindir de todas aquellas cosas, que en realidad no necesitaba. A su edad, ya era consciente de que muchos niños como él no sólo no pueden permitirse el lujo de recibir regalos (ya sea por su primera comunión, ya sea por su cumpleaños, ya sea en Navidad...), sino que, muchos de ellos, ni siquiera tienen un trozo de pan diario que llevarse a la boca.
Eso es generosidad, y lo demás son tonterías. Se me puede objetar que quizá el niño nadaba en la abundancia, y... ¡qué menos! Sí, es posible. Pero no deja de ser un niño. Y, por muy generoso que se sea, a esa edad (y a cualquier otra, qué narices) unos cuantos regalos siempre hacen ilusión. Y, para desprenderse de ellos, hace falta coraje, hace falta tener un sentido del desprendimiento muy grande, hace falta tener grandes dosis de generosidad.
Ojalá cundiera el ejemplo. Pero no sólo entre los niños que reciben regalos por su primera comunión. Es más, no sobre todo entre esos niños, sino entre nosotros, los adultos, que tan apegados vivimos a nuestras cosas, a nuestro mundo, a nuestro tiempo, a nuestras miserias. Ojalá fuéramos capaces de empezar a vivir con menos, y, sobre todo, empezar a vivir mirando a los demás en lugar de mirándonos el ombligo. Quizá entonces podríamos empezar a estar en condiciones de llegar a construir un mundo mejor.
A partir de ahora me puedes seguir en mi nuevo espacio, www.elsuenodelheroe.com ¡Allí te espero!
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